Por alguna razón siempre tienden a pensar que los que
adherimos al pensamiento nacional y popular lo hacemos por el puestito o la
plata. Nunca se les ocurre que uno se puede enamorar de un proyecto, de una
idea, crecer con una ideología que sigue identificándonos a través de los años.
Parece ser que cuando la pertenencia a un movimiento
nacional y popular se hace efectiva a través de las expresiones sociales usuales,
es decir, cuando asumo lo que pienso y lo digo, entonces automáticamente
aparece el malpensado que pregunta “¿Cuánto te pagarán para decir eso?” “¿de
qué vas a trabajar cuando no estén en el poder?” o cuestiones similares.
La verdad genera cierto cansancio y repulsa.
Desde hace algunos años ya, creo que demasiados, adherir a
ciertas ideas se ha vuelto estigmatizante, al punto de tener que aclarar que nadie
nos paga o nos renta, que no tenemos un puesto en ningún lugar del estado y que
vivimos del trabajo, como cualquier persona.
Entonces, cuando respondo, obviamente que desde el enojo,
porque la pregunta en cuestión se hará con el tono más sarcástico posible, con
enojo por hartazgo de las chaturas mentales de los que preguntan, repitiendo como
loros los argumentos de las corporaciones, aluden a la agresividad de quien
responde, como si ellos no hubiesen ejercido violencia alguna.
De dónde viene esta idea tan pesada y condenatoria? De la
antipolítica y de la terrible imagen que quedó del ejercicio de la militancia
en los 90, porque hasta los ochenta el militante rentado era una figura
inaceptable. Esto no significa que no hubiese algún tramposo, pero eran los
menos, los muchos menos.
Cuando yo crecía en mi amado conurbano bonaerense no existía
en concepto “trabajar en política”, existía hacer política, es decir actuar en
la realidad generando ideas, proyectos y acciones que fueran para el bien
común, organizando barrios, comedores, unidades básicas, comités o lo que fuera
donde se discutiera de verdad la política, y el militante se formara en el bien
común (todos los partidos aspiraban de alguna forma a eso), la idea de la
militancia rentada había sido desalojada. Ya nadie brindaba por “el dotor”, nadie iba a los centros
partidarios ni por comida ni por plata, se iba por convicción, por ganas (por
cierto les recomiendo el monólogo de Discépolo sobre “la empanada” es el 6º
monólogo)
Entonces, en la adolescencia me empiezo a encontrar con la
idea de la militancia rentada, y la verdad fue como una piña en el estómago
para mí, que había crecido con la idea de la militancia pura, leal, integra. La
verdad, me resultó inaceptable. Para mí el militante era revolucionario, se
jugaba por sus ideas, actuaba en bien del pueblo, no aspiraba puestos, porque
aspiraba a que el poder lo tuviese el pueblo. Entendí que quedaban montones que
no iban a sueldo, que se movían por el anhelo de un país más justo y para
todos.
Costó y costará años borrar la imagen del militante pago,
que no es un militante sino un empleado de alguien más. El problema es que la
antipolítica usó esta imagen para generalizarla, para inculcar la idea de que
cualquier acción partidaria viene plagada de clientelismo y eso nos aleja del
debido accionar, porque no aleja de la militancia, entonces dejamos de ser peligrosos
para el establishment.
El problema es que el medio pelo se compró ese cuentito junto
con toda la colección que, las corporaciones y luego la prensa hegemónica, le
vendieron. Y caminan mirando con asco y señalando, como si esa misma actitud no
entrañara una cuestión ideológica y política (vale aclarar para los más
nuevitos que ideología y política no son lo mismo pero se articulan, y de paso
que política y partidismo tampoco son lo mismo y también se articulan cuando
uno quiere)
Ellos, los que señalan, también buscan el poder, un poder omnímodo
que no les pida pensar propuestas ni ser activos artífices de la historia.
Ellos, que no se sienten pueblo buscan una representación que les de los
conceptos masticados, pero que por sobre todo les garantice los privilegios y
les saque a los pobres de adelante, porque tienden a suponer que sus líderes
nada tiene que ver con la generación de la pobreza y la marginalidad.
Lo cierto es que, le pese a quien le pese, la historia se
hizo con la militancia de un lado y del otro, cuando las comunidades se
organizan surgen experiencias maravillosas, donde hay lugar para todas y todos,
donde la vida toma otro caris.
La oligarquía sigue teniendo sus militantes, muy distintos a
los nuestros, porque ellos de verdad trabajan para que el pueblo ame al
dominador, al colonizador, al saqueador, porque te lo muestran prolijito, o bruto
pero sumiso, porque dejaron de sentirse pueblo y son el lacayo preferido del
oligarca de turno.
Alguna vez me han dicho militante de malera despectiva,
cuando esa gente se enoja conmigo me pone feliz, porque sé que si la S.R.A (o alguno
de sus satélites) no me aplaude es porque voy bien.
Les recuerdo a los que nunca lo han intentado, que militar
te saca las telarañas del cerebro, hablar de política activa las neuronas y te
insuflan ganas de hacer cosas para el avance colectivo, para la alegría popular
y eso asusta a los vetustos sirvientes oligárquicos. Aunque sea por
incomodarlos hacelo, la vida no nos llega, la construimos día a día, a la democracia
y al estado también.
Empecemos hoy y al que no le guste que la mire de afuera.